jueves, 4 de agosto de 2011

Someone out there loves you.



Porque cuando, rezagada, me hice con el paso del grupo observé que no era aquéllo lo que quería. Que mis oídos gemían de dolor cuando les escuchaba y que mis ojos, de inmediato, se cerraban. Por puro terror a encontrarse a esas pobres palabras flotando por la humedad que, poco a poco, las hundía en el suelo. Estaba deseando que lloviera, para que quedaran limpias y aliviadas después de una buena ducha que no escupiera improperios. Me dí cuenta de que aquéllo no me pertenecía y que, de forma descarada, me echaba. Esa presión lleva robándome los pasos desde que sentí la estúpida necesidad de relacionarme. Al principio, me ahogaba en mí, y divagaba horas enteras sobre dudas existenciales que siempre me asediaron. Mientras, aterrada, escuchaba. Mi semblante dispara malestar y cobardía desde que me dí cuenta que la inseguridad parpadeaba en forma de alerta sobre mis ojos, suplicándome algo que ahora sólo sé hacer, sostenerme. Sostenerme en algo que no dibujara ondas de arriba abajo constantemente, algo que dejase de tambalearse a la hora de abrir los ojos o a la hora de despegar mis labios.
Ese deseo de libertad aumentaba en tamaño y disminuía en tolerancia, por eso sentía pequeños pellizcos en las encías. Por eso mis dientes chirriaban sin motivo alguno. Tenía los labios atenazados en algo parecido a la vergüenza, me dolían tanto que sentía la boca sumergida en penas. Si sonreía el dolor menguaba y las yagas se disipaban. Algo momentáneo que sólo hacía a solas. Frente a ellos me bebía las lágrimas, lo que favorecía al escozor de mis heridas. Entonces tiraban y quebraban, aglutinadas en prejuicios. Una vez (y lo recuerdo como si fuera ayer) me preguntaron algo, algo que despertó el parpadeo de esa alarma y que provocó una explosión. Esa vez no asentí con la cabeza, ni bajé la mirada. Lancé todo aquéllo que, encarcelado por mi miedo, se depositó en las heridas que componían mi boca y que alcanzaban la arteria aorta de mi corazón . Es un solo aspaviento las heridas cicatrizaron y las tenazas dejaron de presionar. Todas aquellas palabras, al principio tímidas, demostraron ser unas rebeldes empedernidas y perseguían, excitadas, al motivo del silencio que las abasallaba, las torturaba y las atormentaba. Así como una fan corre detrás de un ídolo. Cuando vi sus rostros apelmazados por la sorpresa y sus ojos reflejando pasividad, vi a mis palabras rebotar contra esa fría piedra. Fría como el mármol y rígida como la posición de mis piernas. Pero no chocaron, ni mucho menos. Sólo hicieron lo que realmente buscaban ser en la vida que les correspondía, la mía. Porque las busqué en los libros para asegurarles un futuro confortable en algún que otro sitio que no fuese mi ser, mis miembros o mis labios. A ellas también hay que enseñarlas qué hacer, que está bien y qué está mal. Premiarle por los buenos actos y reprenderlas por los malos, para que sepan qué hacer cuando sean escuchadas. Para que no se vengan abajo cuando alguien gire la cabeza o cuando alguien se tape los oídos. Porque el futuro único y estremecedor de las palabras es ése. Tener alojamiento en las vidas de las personas. Tener un sitio seguro dentro del corazón de cada una de ellas. Por eso las tengo guardadas con llave, escondidas tras el tejido arterial. No puedo permitirme perderlas en aquello que se esfuerza en deteriorarlas ni permitir que pierdan fuerza y mi ser quede totalmente expuesto. No. Yo sé que estas palabras tienen un solo destino, y sólo cuando toma el camino que da con él tienen significado. Significado porque él las coge tan delicadamente entre sus manos, que noto resbalar entre sus dedos.

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